Texto curatorial para la exposición La Nuit Américaine, de Romuald Dumas-Jandolo, en la Galería 3K Art. La exposición virtual puede verse aquí:
La obra de
Romuald Dumas-Jandolo siempre nos deja, tras su efectismo enfundado de pudor y
exhibición a partes iguales, un trasfondo de zozobra, de inquietud que se nos
queda mirando con aparente inocencia, de freakshow
que guarda la incógnita de si no seremos nosotros su principal estrella.
En La
Nuit Américaine Romuald despliega, a través de un conjunto de bronces y
piezas cerámicas, fragmentos de cuerpos, formas cuya presencia tridimensional y
naturaleza híbrida entre humano y animal, entre cuerpo y carcasa, entre orgánico
e inorgánico, acentúan el desconcierto, el sentimiento de lo extraño ante
ellas. Existe en
nuestra civilización actual una negación voluntaria del cuerpo, un
distanciamiento respecto al cuerpo y entre los cuerpos. De ahí que se privilegie
la mirada por encima de cualquier otro sentido; de ahí que las esculturas de
Romuald nos hagan sentir incómodos. Estas piezas se nos muestran, además, a
modo de fragmentos que ponen en entredicho la integridad física y psíquica; la
unidad resquebrajada por el caos de la que brotan la inquietud y la angustia. El
fragmento grita el vacío de aquello que le falta, incita a investigar, a
completar el abanico de posibilidades que ofrece, convirtiendo así al
espectador en creador, según José Miguel G. Cortés[1].
La vacilación postmoderna alimenta la exaltación de lo incierto, lo inestable,
la duda metódica sobre el valor de lo representado y la contingencia propia.
Ante este rechazo inicial a lo fragmentario se impone
la fascinación morbosa y ancestral por conocer nuestro propio interior físico.
Las esculturas de Romuald Dumas-Jandolo no dejan de recordarnos aquellos moldes
decimonónicos de cera que detallan las anatomías y funcionamientos fisiológicos
de cada parte del cuerpo, o bien los exvotos que, a modo de diálogo de lo
mundano con lo sobrenatural, eluden siglos y civilizaciones en su
materialización de contrato entre mundos. La riqueza de texturas, la intensidad
de los colores, el brillo metálico, el oro subyacente, hablan del ansia
alquímica por lo que hay más allá. También de los únicos vestigios que
permanecen, a través de siglos y estratos, de vidas y épocas pasadas. Todo este
magma de sugerencias da lugar, en último término, a una intuición de lo
monstruoso que nos aterra por apelar a las oscuras vías de expresión del
inconsciente, por cuestionar o invertir los esquemas de categorización que
empleamos. Así, el monstruo se nos presenta como espejo de nosotros mismos y
aquello que más tememos y, por tanto, reprimimos. De ahí esa ambigüedad entre
repulsión y fascinación que nos obliga a salir de nuestra zona de confort para
situarnos en el terreno de lo unheimlich
o siniestro freudiano, como categoría capaz de desconcertar el individuo al
situarlo fuera de los límites de la razón.
La obra de
Romuald perturba porque, como afirma Arthur G. Danto, esta cualidad expresiva comparte
la sofisticación conceptual del arte moderno, pero a la vez apunta hacia algo
más primitivo, que la reconecta con los impulsos oscuros que lo originan y
establece una relación más directa y performativa entre el actor-hacedor y los
celebrantes-receptores[2].
Una suerte de mediación chamánica evocadora de las acciones de Joseph Beuys en
la que, por primera vez en la trayectoria del artista, el ámbito doméstico se
nos muestra desde fuera y no desde dentro, aunque en este caso sea para volarlo
por los aires. Los dibujos que acompañan a estas piezas nos sitúan, con sus
límites imprecisos, en ese terreno ambiguo que rodea la muerte. La presencia de
elementos, como el vapor o la casa, fácilmente asociables a la cultura
estadounidense, hacen que el título del proyecto se torne en una suerte de
broma macabra. ¿Es la noche americana el oscurecer de la lente que anuncia el
final? ¿Transita ese barco, celebración de la industria, llevándose el alma de occidente
y dejando únicamente sus vestigios?
Romuald Dumas-Jandolo concibe sus proyectos como
escenografía, como expresión de su propia mutación para conseguir, de esta
manera, transformar al público. No importa que el encuentro del arte con la
realidad sea crudo o abyecto, que destape horrores que preferiríamos seguir
ignorando al hacer referencia a la fragilidad de nuestros límites y las
convenciones que separan lo interior de lo exterior, el individuo de la
sociedad. Lo bello y lo conocido conducen, en este caso, a lo siniestro y lo
desconocido. Sin embargo, la relación contractual evocada por los exvotos se
hace aquí presente: las piezas de Romuald nos proponen un do ut des, un salto al vacío a cambio de vislumbrar una de aquellas
grietas que sólo el arte puede mostrarnos.
[1] G. CORTÉS,
J.M.: El cuerpo mutilado: la angustia de
la muerte en el arte. Valencia, Generalitat Valenciana, 1996. p. 53.
[2] DANTO, A.G.: “Arte y
perturbación”, en CRUZ SÁNCHEZ, P.A. y HERNÁNDEZ-NAVARRO, M.A.: Cartografías del cuerpo. La dimensión
corporal del arte contemporáneo. Murcia, CENDEAC, 2004. pp. 77-98.